EVA
Estacionada
en el interior de una pequeña isleta – dibujada con su propósito sobre el asfalto- como de costumbre, en una calle
no muy céntrica, leía –como de costumbre-. Esperando la hora de recoger a los
chicos de la escuela. Retiré por un momento los ojos del libro ante la
presunción de tener otro vehículo en mis cercanías. En su interior una joven me gesticulaba su
mano como queriendo averiguar algo. Pero no conseguí desentrañar nada, así que
me indujo sin más preámbulos, a abandonar mi asiento y aproximarme hacia ella…
-¿Te puedo ayudar? Le pregunté interesada. - Sí por favor. ¿Me puede indicar
dónde hay un estanco? – dijo ¡Madre!
Pensé. Si yo sólo estoy de paso por esta zona. La transito a diario, pero
conozco poco… Comencé ofreciéndole unas embrolladas indicaciones. Recordaba
haber visto uno, si bien, en ésos momentos… ¡Sí! Ya. Lo único que era bastante
complicado llegar hasta allí por las
eternas obras del “Metropolitano”. Pero aquello no bastó, pues no se me
ocurrió otra cosa que invitarla a proseguir con la búsqueda en su vehículo,
aunque ahora conmigo dentro. Ya en el interior, se lo aclaré con más precisión…
“y como el estanco está muy cerca del
cole de mis hijos, te lo enseño y yo ya me voy…” En una primera visión,
descifré una nebulosa confusa adueñándose de su cabeza, apreciando que
asimilaba con rapidez mi respuesta.
Apartó unas pertenencias apoyadas en el asiento del copiloto y dijo que
subiera. Comprendí ya acomodada,
mi imprudencia, pero era tarde para rectificar.
Entablamos una primera conversación sobre el tráfico reinante. Mientras ella circulaba, yo le iba indicando
el camino. Recuerdo soltarle una expresión rara, complicadas al ciudadano de a
pie – a veces me salen-, que en primera
instancia, le hizo recapacitar; después se le relajaron sus labios
lentamente… Me agradó su sonrisa,
ofrecía más datos de su persona y sobre aquel encuentro, tan fugaz como atrevido. Su semblante en general, despedía una mezcla
de timidez y seriedad… y quizás asombro.
En el lugar donde detuvimos el coche, no había rastro del
establecimiento citado. Bajé la
ventanilla y pregunté por su ubicación a
un chico que permanecía de pie en la acera. Al aproximarse a nosotras pude
recrearme efímeramente en su aspecto. De actitud tranquila, ojos verdes y buena
dicción. Nos ofreció, entre duda y obnubilación, -las obras dificultaban el
trazado lógico y el entendimiento –, el recorrido que debíamos seguir para
culminar el propósito. Empezamos a rodar con lentitud. Hice un comentario hacia
nuestro colaborador ejerciendo un inciso picante y morboso de su aspecto. Ella
me respondió, balbuceante y temerosa “…hace mucho que abandoné ese camino…,
ahora soy otra…, me costó mucho aceptarlo…” No le dí la mayor importancia y le
respondí que si estaba bien y conforme con su elección, que nada debía
preocuparle… La afluencia de vehículos continuaba inundando las calles y la
cordura, pero en una última pretensión, conseguí concentrarme en lo que debía
hacer. Nos intercambiamos e-mails por
sugerencia suya. Llegamos al lugar oportuno, y le indiqué donde debía
detenerse… Marché presurosa, con quizá una dosis de frialdad en la despedida.
Al alejarme no quise mirar hacia atrás, el camino aún era largo. Ahí se bifurcarían nuestros
destinos…
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