
EL OBSEQUIO DEL DESTINO
La
sensibilidad de Lucía se retorcía la verla salir de la casa donde trabajaba
como mujer interna. Martina era un prototipo más de la crueldad de la
emigración, del desarraigo familiar por motivos enteramente económicos.
Lucía
adquirió su casa diez años atrás. Cuando llegó, reinaba la tranquilidad y el
sosiego, un auténtico paraíso. Ella era muy sensible con esta problemática y
por los casos vividos. No reconocería hasta tiempo después, que de nuevo se iba
a involucrar ciegamente en otra nebulosa, y perderse en la hondura del fracaso
y la desilusión.
El pariente de Martina,
y mediador en el apuro, quedaba al tanto de lo que sucedía. Conocía la
actividad laborar y devaneos del propietario de la finca número once de la
calle Ébano. No le importó. Le pareció una buena manera de traer a su familiar,
con un contrato de trabajo y de forma legal… aunque de esto entendiera
escasamente.
No quiso alertarla de ninguna de las maneras,
era la única forma de supervivencia en el país. Lo prioritario se centraba,
aunque tuviera que maquillar la realidad, en encontrar una ocupación remunerada
donde poder obtener el dinero soñado y enviarlo a su país de origen.
Lucía y su marido, poseían
escasa información de este vecino taciturno y resbaladizo en apariencia. Por la leyenda que figuraba en el buzón del
inmueble sabían que se llamaba Ernesto; también estaban al corriente de que
conducía una furgoneta de noche y poco más. A veces, se le veía con una mujer
joven y un niño pequeño. Ella parecía ser de algún sitio exótico. Raro era el
día que no se les escuchaban reñir. Peleaban con frecuencia. Reiteración de golpes a la pared, gritos y
palabras fuera de tono se sucedían sin escrúpulos. A veces eran visitados por
gente extraña, aunque a ella se le veía casi siempre encerrada. Pareciera que
él exigiera y consintiera ese aislamiento. Ernesto igualmente se encargaba de
las compras a la vuelta del trabajo.
Pasados unos meses rompieron sus dañadas
relaciones. Entre ambos ni existía contrato, ni tenían demasiados aspectos en
común y menos que soportarse… No quedó rastro de ellos dos. Las circunstancias más tarde se dejarían ver.
Un día Ernesto se presentó con una persona que
resultaría clave para tratar un engorroso problema, cuidar de un niñito al que
apenas le importaba, a pesar de ser hijo suyo. Era Martina. Señora educada y
tímida, dispuesta casi a cualquier cosa, por conseguir dinero…
Al pequeño Alex, le obsequió el
destino con algo mejor que una caja de los bombones más exquisitos del mercado,
mejor aún que esos juguetes con los que Ernesto conquistabas las escasas
sonrisas de su hijo. Resultó ser la mejor abuelita del mundo. Llenó su vida de
un cariño privado ya antes de nacer… aunque postiza, una abuelita. De hecho, en
su país no le quedó otra salida que dejar a un nieto de su misma edad. Se
complementaban recíprocamente… sumergidos en un cariño mutuo.
Preparaba
sus comidas, ropa limpia y lo mejor del día, el besito al acostarse. Su madre,
le solía visitar los fines de semana, pero no todos, pero nunca el tiempo suficiente,
simplemente cuando lo creía oportuno.
Sábados y domingos
Martina libraba en su trabajo. Marchaba
con la hija, y casada con el perfecto contacto. Las parejas tenían un hijo en
común un año mayor que el pequeño Alex. Se encontraban en la misma situación, emigrantes
huyendo de la miseria de su tierra natal. Vivían en un pueblecito de los
alrededores de la Capital. En la distancia, quedarían marido, otro nacido de su
vientre, y el resto de su genealogía. Aunque la lejanía de los suyos le
producía una terrible quemazón en el recuerdo, los de aquí les llenaban el
vacío de la separación… Alex colaboraba enormemente a embriagar las manecillas
del reloj.
El silencio de Martina
se hizo protesta pasados tres meses. El motivo principal por el que ella estaba
en tierras hispanas se adentraba en fases de deterioro. Desde algún tiempo no
percibía el sueldo pactado, demoras mezcladas con mentiras suplieron a un
contrato verbal. Con las ilusiones desvanecidas, ya no vivía con la misma
felicidad… Los oscurecidos presentimientos llegaban sin dilaciones. La suerte
finalmente no recayó en sus inmediaciones porque el sino de cada ser, raramente
se burla de su halo…. La cuerda ya no podía resistir semejante peso,
rompiéndose como porcelana fina. Supo de otro buen trabajo, y sin intermediarios.
Reflexionó y lloró por ése nieto fingido… Marchó con lágrimas en los ojos y una
pena incalificable alojada en el alma, cruel como el exterminio de una raza o el abuso reiterado de un alma sobre
otra.
Ernesto persistía con una
trayectoria espantosa. Cada amanecer esperaba su crepúsculo. Silencioso y
socarrón vivía para ese trabajo tan…peculiar, el transporte de prostitutas. Una
mañana, rozando el alba, padre e hijo se adentraron al inmueble. Lucía casi
tropieza con ellos. Salía como todas las mañanas a practicar footing. – “¡Buenos
días ¡”, les dijo en tono amable… El eco del mutismo se inventó en aquél mismo
instante… pero un hilito de voz temblorosa
quebró el aire…” ¡Hola!”… y ambos desaparecieron.
Las noticias corrieron por el
edificio como fuego que lame el monte en el seco estío. Se supo que a la madre no
le quedó otra elección que buscar protección,
atrincherarse en un centro de mujeres maltratadas. Mentía, implicaba a personas que ni ella conocía su paradero,
consumía drogas… recogió su documentación y un poco de dinero. Su estilo de
vida no tendría éxito con un pequeño a su cargo. Inició visitas periódicas para
ver a su hijito. Definitivamente lo custodió Ernesto. Le soltó su manecita y le
procuró una opción algo mejor...
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