C I C A T R I Z
Vivíamos
en un característico bloque de barrio de cuatro plantas y fachada triste
revestida de cemento cubierto solo por una capa de pintura blanquecina. Debido
a las inclemencias de la climatología, el estado de conservación no era el más
deseado. Corrían por entonces tiempos de penuria económica. El último de estos
pisos lo compartíamos nosotras. La puerta con la letra C, ella; mi familia la
D. Únicamente nos separaban los finísimos tabiques que dividían un pisito de otro.
A veces pareciera que recobraran vida propia. Casi como permanecer sentados en
la sala de un cine de verano donde todo lo ves y todo lo escuchas…
Aproximadamente la misma
edad, no recuerdo cuántos meses me superaba a mí. Íbamos juntas al mismo
colegio. Compartíamos clase, compañeros y juegos. Se llamaba Loli. Y en primera
instancia si no fuera yo, estaba también Pili era su mejor amiga, dos portales
más abajo al nuestro. No obstante, gozábamos de una buena amistad. Algunas
mañanas se le notaba triste. En principio suponía que la causa residía en las
pocas horas de sueño que hubo descansado. Me contaba que se atrincheraba en el
quicio de la puerta entreabierta con objeto de ver la sensacional peli de dos
rombos, aunque luego no resultara gran cosa. La impaciencia doblegaba a la
calidad de la cinta cinematográfica y por ello se acostaba tarde. Pero no, ese
no resultaba ser el motivo de alguno de los canales de la televisión. La
situación resultaba más viva y real. A partir de aquello, todo era silencio, ni
comentarios ni quejas por ningún miembro de los allí reunidos. Estas jornadas
fatídicas se repetían con tal periodicidad como la lluvia cansina de los días
otoñales de por entonces.
Por entonces empezábamos
un poco más firmes nuestros estudios, Primero de E.G.B y nuestra niñez a flor
de piel como nuestra inocencia. En cuanto la estación se nos venía encima,
pasadas las primeras semanas de septiembre y coincidiendo con la entrada al
nuevo curso, el agua del cielo suplantaba a los calurosos meses de verano.
Cuanto acontecía en el
piso contiguo inundaba al nuestro. Se palpaba con tal realismo que pareciera
estuviesen radiando otro capítulo de la novela, continuación a las cinco de la
tarde, donde la abundancia de gritos y sonidos bruscos pasaran ser la nota
dominante.
En aquella vivienda de
interminables escalones -un número parecido al infinito en primera
instancia-los que allí residíamos nos interesábamos los unos por los otros.
Pronto se identificaba de donde provenía “ el léxico tan distinguido” que espesaba el aire con palabras malsonantes,
o de quién fue la idea de soltar el hámster
para que Ramón -muy achacoso por los años- lo confundiera con otro
roedor y tratara de atrancar la puerta por todos los medios.
Pasaba la vida en cierto
modo feliz, porque no teníamos consciencia propia ni alcanzábamos a entender
aquellas conductas que tan triste y llorosa dejaban huella visible a nuestra
familia postiza.
Por encima de nuestros
techos no había nada más ¡bueno, sí la cubierta del edificio. El recodo último
y casi limítrofe con la puerta de Loli. Lo utilizábamos para nuestros juegos infantiles
o para charlar. Las madres también lo copiaban. Yo fingía jugar con mi cocinita
o a las tiendas, evadiéndome de cuánto me rodeaba, pero… no era del todo
cierto. “Paquita le narraba a Mamá con abundancia en detalles y palabras
entrecortadas -que solo ellas entendían- lo que sucedía algunas veces puertas
adentro de su casa…y cuando esto se ponía de manifiesto, un llanto
incontrolable encharcaba el rostro de ambas. El volumen de sus voces iba mermando
hasta llegar al susurro… a partir de ahí perdía la señal de todo. Le refirió el
día que compró una butaquita muy cómoda y elegante que armonizaba con gran
gusto su estancia. Pretendía con esta adquisición dar una nota de color y
comodidad al entorno. Así que lo guardó el secreto hasta el último momento.
Buscó el mejor horario para que los repartidores hiciesen la entrega. Lo
pagaría en cómodos plazos y ni se enteraría de los pequeños desembolsos.
“Al llegar Evaristo del
trabajo, quise mostrarle con una inmensa ternura el mueblecito. La alteración y
el desagrado fue tal, que comenzó a dar fuertes patadas en el piecero de la
cama y a golpear sus puños contra la pared añadiéndole la soberbia de
costumbre. Me voceó hasta la saciedad, preguntó inquisidoramente quién me había
mandado realizar dicho gasto. Y de la misma rabia me propinó un golpe en la
cara…” a Paquita no le quedó otra alternativa. Se dirigió nuevamente a aquel
establecimiento cercano y sumamente conocido, y exponer más o menos como su
razón le permitía, lo trascendido, omitiendo los detalles comprometidos. Esa
misma tarde recogieron la silla, aunque también le hubiese gustado que se
llevaran al gran tormento que cada día despertaba con ella. Maldecía su suerte.
Esta jornada como otras
vividas le resultaban amargas como la muerte de su progenitora, oscuras como
las profecías gitanas. Envuelta de furia e impotencia las horas consumía
cubierta por un manto de resignación y un austero silencio, lo que molestaba
enormemente a Evaristo. Pero en el fondo le daba exactamente igual. Donde sí
residía la importancia era en dejar bien clarito quién mandaba allí. Así que
pareciera que el morbo le alteraba aún más y en la noche de los hechos
solicitaba a su esposa de la manera más burda, contactos íntimos…”Paca, vamos”!
Ella era sabedora que
compartía lecho y otras cosas con él, aunque a veces su subconsciente, le
hubiese gustado que un rayo dividiera su cama en dos. Pero claro, sin dudarlo
lo rechazaba entre sollozos y pequeños forcejeos. Por unos instantes, buscando
una ternura alejada evocaba sin éxito palabras pronunciadas tiempo atrás por
otros labios igualmente maltratados, lo de su madre.
-
¡Hija,
para eso te has casado!
¿Qué me he unido a semejante hombre para
esto…? – meditaba mientras las lágrimas incontroladas recorrían sus mejillas
una vez más.
Mis padres deciden cambiar de residencia
y de zona geográfica, dejando atrás los años vividos en el barrio populoso. En
mi instituto conocí al que fuera mi marido. Contrajimos matrimonio. Mi infancia
empaqueté junto a mis objetos personales sacándola en momentos contados y para
dar respuestas a hechos aislados.
En mi hogar, exento de sobresaltos
radiofónicos y conversaciones a medio tono, la luz se filtraba con descaro y
atrevimiento por la ventana, poseía libertad y una tonalidad completamente
acogedora. Los atardeceres ya no se volverían sombríos ni turbulentas las
noches. Aunque sin saber la razón, mi piel continuaría agrietada, como escamosa
e incómoda, cuando apareció una insólita pareja. De aspecto normal, sin
levantar ninguna sospecha. Apenas si establecía comunicación con ellos.
Él trabajaba de noche y ella le
esperaba, él dominaba y ella se sometía…y mis vivencias despertaba. A Nadia se
le veía por las tardes sentada en la escalera exterior de su casa que
desembocaba en los espacios comunes. Quizás por ser extranjera o por conocer
sus raíces, - aspecto que yo ignoraba hasta la fecha, las charlas con ella
estaban bastantes restringidas. Y entonces me decidí y me acerqué desconociendo
el principio y fin de aquello. Ahí empezarían mis problemas. Los rumores
circulaban por el recinto como hormigas embravecidas al olor de comida. Se
expresaba bien en español pese su lengua materna rusa. Las construcciones verbales
cortas, pero bien construidas, las enhebraba una tras otra como los pespuntes
que mamá cosía en el tejido. Me hacía partícipe de los desasosiegos por la
ausencia de no poder estar en su país y día a día, igualmente me transfería con
liberación los recortes de sus circunstancias. Yo temblaba, pero ponderaba mi
incapacidad de darle la espalda. Mis vivencias nuevamente se arremolinaban
junto a mí con excesiva desfachatez. Debía hacer algo, compartir aquella
tristeza que desprendía con tanto ardoz.
Por
todo fui victima de un descarado aislamiento. Mis vecinos ahora apenas tenían
contacto conmigo. La distancia fue aumentando y yo solo intentaba ingerir aquel
primer plato. La pareja no estaba casada ni sujetos a pacto alguno. El engaño
una vez más, manipulo la voluntad de Nadia. José se ganaba la vida
transportando -en una furgoneta que rozaba lo ruinoso- prostitutas según
demanda. A Nadia la conoció en un pub de alterne, la cual me confesó
tajantemente que no era “ninguna de ellas” y que solo servía copas a clientes.
La conducta de José hacia ella, su proceder era de lo más envidiable para una
mujer. Todos los días recibía un detalle de é (flores, perfume…). Sus besos los
sentía cariñosos y sus abrazos repletos de ternura. –“pero ahora, desde un
tiempo atrás ya no queda nada de…y su voz se esfumó como ladrón pillado in
fraganti.
¿Palabras
entrecortadas, horas de llegada inciertas…?
Loli sufría por lo acontecido. A José no le gustaba que Nadia rompiese
su esclavitud sentándose en la escalinata; José le prohibió que tendiera la
ropa de día, que se relacionara y hablara. José le usurpó su libertad en las
cuatro paredes. A José ya le estorbaba mis preguntas y presencia allí. Cierta
tarde y sin esperarlo él abandonó don demasiada urgencia la casa. No le ofreció
excesivas reseñas –“Volveré para cenar y no establezcas ningún diálogo con
nadie o cerraré con llave la puerta…-señalando a la que comunicaba con la de
zonas comunes. Las órdenes resultaron escuetas y vacías, tal como las últimas
semanas. Hizo caso omiso, superando la barrera de miedo…Lo planeamos tiempo
atrás. El infierno se cubrió de gloria. La Guardia Civil se personó el día y la
hora exacta. El reconocimiento en su rostro y la exploración de su teléfono
móvil -donde dejara constancia la última llamada- no volvería a repetirse nunca
más.
Años más tarde Loli y yo nos
volvimos a encontrar. Una frente a la otra, congeladas nuestras miradas. Pese
al evidente cambio fisiológico sufrido, nos reconocimos a primera vista.
Titubeamos antes de pronunciar nuestros nombres simultáneamente para sellar el
acierto. ¿¿Luego yo templé la atmosfera repitiendo (en voz casi susurrante) Loli?? Y con esto se rompió la incredulidad
del todo. Nos abrazamos y le pregunté si tomábamos alguna cosa. -Vale,
respondió con un gesto de conformidad.
“…y me casé.- iba narrando con una taza
de café solo y sin azúcar en la mano.”
Le apreciaba triste pero convincente,
firme en su diálogo aunque con ineludibles señas de contrariedad.
“Tengo una niña -prosiguió, ¿y tú …?
-dijo precipitadamente.
- Pues también me casé. Mi residencia
está a diez kilómetros de aquí….Pero qué bien te conservas. (En realidad su
aspecto desprendía abandono, uñas a medio pintar, exenta de maquillaje, pelo
desgreñado…)
Anda!, cuéntame cosas como antes….-le
pregunté ansiosa.
…y la infancia, pese a la gran cicatriz
impuesta, en casa con la pequeña, he aprendido a olvidarla, enterrarla como a
un muerto, como a mi padre. Porque ya hace dos años que falleció, ¿sabes?,
aunque a veces resucita detrás de la esquina más inesperada. Mi marido…, mi
marido es bueno -se le notaba no desear entrar en detalles, algo maniático y
con cierta periodicidad nos dificulta en gran medida la armonía, tu sabes. He
de convivir con todo, el melón cerrado como dicen…
ESTRELLA DE ÁNGELES BAMORE